Los cardenales brasileños Aloísio Lorscheider y Paulo Evaristo Arns mantenían una relación muy cordial con Lu ciani, tanto como los cardenales León Joseph Suenens, de Bélgica, Jan Willebrands, de Holanda, Francois Marty, de Francia, Josef Hoeffner y Hermann Volk, de Alemania, Terence Cooke, de Nueva York, Timothy Manning, de Los Ángeles o Humberto Sousa Medeiros, de Bostón. Luciani, además, había viajado por medio mundo: Brasil, Portugal, Alemania, Francia, Yugoslavia, Suiza, Austria y el África subsahariana. Aparte de todo esto, era un hombre de espíritu abierto que mantenía una buena amistad tanto con judíos, anglicanos y protestantes como con otros no católicos, en especial con su gran amigo Phillip Potter, secretario del Consejo Mundial de Iglesias. Tampoco menospreciaba la teología de la liberación, e intercambiaba correspondencia y libros con el teólogo progresista Hans Küng.
EL QUE ENTRA PAPA SALE CARDENAL
Como en todos los cónclaves, en éste también había favoritos. De todos ellos, el principal era el cardenal Giovanni Benelli, líder del sector más moderado de la curia, lo que le valió los ataques de varios cardenales, como Pericle Felici, administrador del patri monio de la Santa Sede, que llegó a comentar: «Su voto será para sí mismo». No sería así. El 25 de agosto de 1978 comenzó uno de los cónclaves más cortos de la historia: duró un día. Sorpresivamente, Benelli decidió renunciar a sus posibilidades de convertirse en papa y apoyar a un candidato que pusiese de acuerdo a ambas corrientes: Albino Luciani, el hombre con el que nadie contaba. Luciani subió al trono de San Pedro como Juan Pablo I (Juan por Juan XXIII y Pablo por Pablo VI). Si algunos cardenales pensaron que su elección debía entenderse como señal de un pontificado continuista, pronto se llevaron una decepción. El nuevo papa tenía el sueño de devolver a la Iglesia sus característicos rasgos de austeridad y pobreza; a las pocas horas de su designación ya comenzó a trabajar para hacer realidad esta aspi ración, que consideraba de vital importancia para el futuro de la Iglesia católica. En la noche del 27 de agosto de 1978, Juan Pablo I cenó con el cardenal Jean Villot y le confirmó a él y a los otros miembros de la curia romana en sus cargos, a los que habían tenido que renunciar tras el fallecimiento de Pablo VI. Pero en aquella cena ocurrió algo más.
El papa ordenó a Villot que iniciara de inmediato una investigación que abarcase todas las operaciones del Vaticano, especialmente las de carácter financiero. «Que no quede excluido ningún departamento, ninguna congregación, ninguna sección.» Debería hacerse de forma rápida, discreta y en profundidad. Una vez que el papa recibiese el informe, lo estudiaría y decidiría qué hacer. Le preocupaba por encima de todo el Instituto para las Obras de Religión, dirigido por Marcinkus. Y no era el único que compartía esta inquietud. Cuatro días después, el 31 de agosto, el diario de información económica II Mondo publicaba una carta abierta a Juan Pablo I titulada «Su Santidad: ¿le parece correcto?». En ella se le pedía que impusiera «orden y moralidad» en las finanzas del Vaticano, inmersas, según el rotativo, «en la especulación y las aguas insalubres». El texto se refería explícitamente a las operaciones financieras fraudulentas del Vaticano e incluía un recuadro sobre sus propiedades y fortuna.
II Mondo planteaba, entre otras, las siguientes preguntas:
¿Es correcto que el Vaticano opere en el mercado como especulador? ¿Es correcto que el Vaticano posea un banco cuyas operaciones incluyen la transferencia de capitales ilegales de Italia al extranjero? ¿Es correcto que ese banco ayude a los italianos a evadir impuestos? ¿Por qué la Iglesia tolera la inversión en compañías, nacionales e internacionales, cuyo único propósito es el beneficio; compañías que, cuando es necesario, no dudan en pisotear los derechos humanos de millones de pobres, especialmente de ese Tercer Mundo tan cercano a vuestro corazón?
Como en todos los cónclaves, en éste también había favoritos. De todos ellos, el principal era el cardenal Giovanni Benelli, líder del sector más moderado de la curia, lo que le valió los ataques de varios cardenales, como Pericle Felici, administrador del patri monio de la Santa Sede, que llegó a comentar: «Su voto será para sí mismo». No sería así. El 25 de agosto de 1978 comenzó uno de los cónclaves más cortos de la historia: duró un día. Sorpresivamente, Benelli decidió renunciar a sus posibilidades de convertirse en papa y apoyar a un candidato que pusiese de acuerdo a ambas corrientes: Albino Luciani, el hombre con el que nadie contaba. Luciani subió al trono de San Pedro como Juan Pablo I (Juan por Juan XXIII y Pablo por Pablo VI). Si algunos cardenales pensaron que su elección debía entenderse como señal de un pontificado continuista, pronto se llevaron una decepción. El nuevo papa tenía el sueño de devolver a la Iglesia sus característicos rasgos de austeridad y pobreza; a las pocas horas de su designación ya comenzó a trabajar para hacer realidad esta aspi ración, que consideraba de vital importancia para el futuro de la Iglesia católica. En la noche del 27 de agosto de 1978, Juan Pablo I cenó con el cardenal Jean Villot y le confirmó a él y a los otros miembros de la curia romana en sus cargos, a los que habían tenido que renunciar tras el fallecimiento de Pablo VI. Pero en aquella cena ocurrió algo más.
El papa ordenó a Villot que iniciara de inmediato una investigación que abarcase todas las operaciones del Vaticano, especialmente las de carácter financiero. «Que no quede excluido ningún departamento, ninguna congregación, ninguna sección.» Debería hacerse de forma rápida, discreta y en profundidad. Una vez que el papa recibiese el informe, lo estudiaría y decidiría qué hacer. Le preocupaba por encima de todo el Instituto para las Obras de Religión, dirigido por Marcinkus. Y no era el único que compartía esta inquietud. Cuatro días después, el 31 de agosto, el diario de información económica II Mondo publicaba una carta abierta a Juan Pablo I titulada «Su Santidad: ¿le parece correcto?». En ella se le pedía que impusiera «orden y moralidad» en las finanzas del Vaticano, inmersas, según el rotativo, «en la especulación y las aguas insalubres». El texto se refería explícitamente a las operaciones financieras fraudulentas del Vaticano e incluía un recuadro sobre sus propiedades y fortuna.
II Mondo planteaba, entre otras, las siguientes preguntas:
¿Es correcto que el Vaticano opere en el mercado como especulador? ¿Es correcto que el Vaticano posea un banco cuyas operaciones incluyen la transferencia de capitales ilegales de Italia al extranjero? ¿Es correcto que ese banco ayude a los italianos a evadir impuestos? ¿Por qué la Iglesia tolera la inversión en compañías, nacionales e internacionales, cuyo único propósito es el beneficio; compañías que, cuando es necesario, no dudan en pisotear los derechos humanos de millones de pobres, especialmente de ese Tercer Mundo tan cercano a vuestro corazón?
UNOS MÁS IGUALES QUE OTROS
La carta, además, atacaba con especial crudeza la figura de Marcinkus:
Es, sin duda, el único obispo que forma parte de la junta directiva de un banco legal y secular, que incidentalmente tiene una rama en uno de los paraísos fiscales más importantes del mundo capitalista; nos referimos al Banco Cisalpino Transatlántico de Nassau, en las islas Bahamas. El servirse de paraísos fiscales está permitido por las leyes terrenales, y ningún banquero laico podría ser llevado ante los tribunales por obtener ventaja de esta situación, pero quizá esto no sea lícito bajo la ley de Dios, que debería regir todo acto de la Iglesia. La Iglesia predica igualdad, pero no nos parece que la mejor forma de conseguirla sea a través de la evasión de impuestos, que constituye el medio por el cual el estado laico busca promover esa misma igualdad.
Pese a las críticas no hubo reacción oficial de la Iglesia, lo cual no quiere decir que no fuese asunto de conversación intramuros del Vaticano. Entre quienes pensaban que el Instituto para las Obras de Religión y la administración del patrimonio de la Santa Sede estaban fuera de control (que eran muchos, aunque silenciosos) cundió una discreta satisfacción y un atisbo de esperanza. Los que pensaban lo contrario se alarmaron, aunque, eso sí, de forma igualmente discreta. II Mondo abrió un frente que continuó el rotativo La Stampa, que publicó un reportaje titulado «La riqueza y los poderes del Vaticano», firmado por el periodista Lamberto Fumo, que mantenía una postura mucho menos crítica con la Iglesia y calificaba de falsas algunas de las acusaciones que se habían formulado sobre sus finanzas. Aun así, el periodista criticaba la falta de transparencia de la Santa Sede:
La Iglesia no dispone de riquezas y recursos que excedan sus necesidades, pero es necesario dar prueba de ello [...1. En los sacos de dinero. Nuestro Señor escribe con su propia mano «peligro de muerte».
Una semana después de haberlo solicitado, Juan Pablo I tenía sobre la mesa de su despacho los primeros datos del informe elaborado por el cardenal Villot sobre el IOR. El banco, que según indicaba su propio nombre había sido creado para fomentar las «obras de religión», era, en la actualidad, igual que cualquier otra institución financiera laica. De sus once mil cuentas, tan sólo 1.650 guardaban alguna relación con la Iglesia. El resto pertenecía a clientes externos, entre los que destacaban Michele Sin dona, Licio Gelli, Roberto Caivi y el arzobispo Paúl Marcinkus. Por aquellas mismas fechas, y a lo largo de varias reuniones sucesivas que comenzaron el 7 de septiembre, los cardenales Be nelli y Felici pusieron al papa al corriente sobre la historia de las operaciones financieras que vinculaban al IOR con Sindona, de las relaciones de éste con el blanqueo de dinero para el narcotrá fico, de las pérdidas económicas sufridas, de cómo se evitó el es cándalo en varias ocasiones, en especial con el sórdido asunto de los bonos falsos, y le advirtieron de que en ese preciso instante se estaba fraguando otro posible escándalo: el que podría producirse si llegaran a ser descubiertos los amaños de Roberto Caivi (al parecer, el juez Emilio Alessandrini ya estaba investigando el asunto). El papa palidecía a medida que leía el informe. La inves tigación del magistrado podía terminar no sólo con el procesa miento de Caivi, sino con el del propio Marcinkus y otros fun cionarios vaticanos:
«El Papa los miró fijamente [a Benelli y Felici] y, con una voz que no le habían oído antes, les dijo que aquello no podía continuar».
Lo que el papa desconocía es que Gelli y Caivi habían pronunciado palabras muy similares cuando recibieron la misma información a través de sus propios contactos. Ambos estaban al corriente de la investigación judicial y decidieron que lo más apropiado era optar por lo que Sindona solía llamar «la solución italiana». Aprovechando que el Renault 5 naranja del juez Alessandrini se había detenido en un semáforo de la via Muratori de Roma, cinco pistoleros le acribillaron a balazos. La investigación tuvo que comenzar de nuevo, y el encargado para esta delicada tarea fue el nuevo gobernador del Banco de Italia, Cario Azeglio Ciampi, actual presidente de la República italiana.
LA IGLESIA DE LOS POBRES
Es, sin duda, el único obispo que forma parte de la junta directiva de un banco legal y secular, que incidentalmente tiene una rama en uno de los paraísos fiscales más importantes del mundo capitalista; nos referimos al Banco Cisalpino Transatlántico de Nassau, en las islas Bahamas. El servirse de paraísos fiscales está permitido por las leyes terrenales, y ningún banquero laico podría ser llevado ante los tribunales por obtener ventaja de esta situación, pero quizá esto no sea lícito bajo la ley de Dios, que debería regir todo acto de la Iglesia. La Iglesia predica igualdad, pero no nos parece que la mejor forma de conseguirla sea a través de la evasión de impuestos, que constituye el medio por el cual el estado laico busca promover esa misma igualdad.
Pese a las críticas no hubo reacción oficial de la Iglesia, lo cual no quiere decir que no fuese asunto de conversación intramuros del Vaticano. Entre quienes pensaban que el Instituto para las Obras de Religión y la administración del patrimonio de la Santa Sede estaban fuera de control (que eran muchos, aunque silenciosos) cundió una discreta satisfacción y un atisbo de esperanza. Los que pensaban lo contrario se alarmaron, aunque, eso sí, de forma igualmente discreta. II Mondo abrió un frente que continuó el rotativo La Stampa, que publicó un reportaje titulado «La riqueza y los poderes del Vaticano», firmado por el periodista Lamberto Fumo, que mantenía una postura mucho menos crítica con la Iglesia y calificaba de falsas algunas de las acusaciones que se habían formulado sobre sus finanzas. Aun así, el periodista criticaba la falta de transparencia de la Santa Sede:
La Iglesia no dispone de riquezas y recursos que excedan sus necesidades, pero es necesario dar prueba de ello [...1. En los sacos de dinero. Nuestro Señor escribe con su propia mano «peligro de muerte».
Una semana después de haberlo solicitado, Juan Pablo I tenía sobre la mesa de su despacho los primeros datos del informe elaborado por el cardenal Villot sobre el IOR. El banco, que según indicaba su propio nombre había sido creado para fomentar las «obras de religión», era, en la actualidad, igual que cualquier otra institución financiera laica. De sus once mil cuentas, tan sólo 1.650 guardaban alguna relación con la Iglesia. El resto pertenecía a clientes externos, entre los que destacaban Michele Sin dona, Licio Gelli, Roberto Caivi y el arzobispo Paúl Marcinkus. Por aquellas mismas fechas, y a lo largo de varias reuniones sucesivas que comenzaron el 7 de septiembre, los cardenales Be nelli y Felici pusieron al papa al corriente sobre la historia de las operaciones financieras que vinculaban al IOR con Sindona, de las relaciones de éste con el blanqueo de dinero para el narcotrá fico, de las pérdidas económicas sufridas, de cómo se evitó el es cándalo en varias ocasiones, en especial con el sórdido asunto de los bonos falsos, y le advirtieron de que en ese preciso instante se estaba fraguando otro posible escándalo: el que podría producirse si llegaran a ser descubiertos los amaños de Roberto Caivi (al parecer, el juez Emilio Alessandrini ya estaba investigando el asunto). El papa palidecía a medida que leía el informe. La inves tigación del magistrado podía terminar no sólo con el procesa miento de Caivi, sino con el del propio Marcinkus y otros fun cionarios vaticanos:
«El Papa los miró fijamente [a Benelli y Felici] y, con una voz que no le habían oído antes, les dijo que aquello no podía continuar».
Lo que el papa desconocía es que Gelli y Caivi habían pronunciado palabras muy similares cuando recibieron la misma información a través de sus propios contactos. Ambos estaban al corriente de la investigación judicial y decidieron que lo más apropiado era optar por lo que Sindona solía llamar «la solución italiana». Aprovechando que el Renault 5 naranja del juez Alessandrini se había detenido en un semáforo de la via Muratori de Roma, cinco pistoleros le acribillaron a balazos. La investigación tuvo que comenzar de nuevo, y el encargado para esta delicada tarea fue el nuevo gobernador del Banco de Italia, Cario Azeglio Ciampi, actual presidente de la República italiana.
LA IGLESIA DE LOS POBRES
Mucho antes de su elección como pontífice —desde el altercado con Marcinkus en 1972 como consecuencia de la venta de la Banca Católica del Véneto—, Luciani había transmitido al cardenal Villot numerosas quejas sobre las finanzas del Vaticano, la forma en que Marcinkus dirigía el IOR, la implicación de un ma fioso como Michele Sindona en las finanzas de la Iglesia, cómo la influencia de éste se extendía a la administración del patrimonio de la Santa Sede, etc. Muchos lamentos, pero ningún resultado. Sin embargo, ahora tenía en sus manos el poder para cambiar las cosas. Quería una revolución que sirviera para devolver a la Iglesia a sus orígenes y a congraciarla de nuevo con las enseñanzas de Jesucristo. Dado que el nuevo papa se distinguía por ser un hombre que predicaba con el ejemplo, es muy significativo uno de sus escritos:
Estamos de acuerdo en que la prudencia debe ser dinámica y ex hortar a las personas a la acción. Pero hay tres fases que deben ser consideradas: deliberación, decisión y ejecución. Deliberación implica procurarnos los medios que nos llevarán al fin. Se basa en la reflexión, la petición de consejo, el análisis cuidadoso. Decisión significa, tras el análisis de los diversos métodos posibles, la elección de uno de ellos... [...] Se dice que la política es el arte de lo posible, y de alguna forma es cierto. La ejecución es la más importante de las tres fases: la prudencia, unida a la fuerza, evita el desánimo ante las dificultades y los obstáculos. Es el momento en el que un hombre demuestra ser líder y guía.
Tras leer esto nadie podrá dudar de que Juan Pablo I sabía cómo llevar a buen término sus planes. El 28 de agosto ya había llamado mucho la atención su negativa a recibir la tiara cargada de joyas. El papa nunca más sería monarca coronado, sino pastor de su rebaño, como el propio Jesucristo hubiera deseado. Acto seguido, Juan Pablo I se dirigió al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede: «No tenemos bienes materiales que intercambiar ni intereses que discutir. Nuestras posibilidades para intervenir en los asuntos del mundo son específicas y limitadas, y tienen un carácter especial». Fueron muchos los que vieron en esta declaración de intenciones el fin del Banco Vaticano. En los mercados de valores más importantes del mundo había auténtica expectación respecto a las decisiones que estaba a punto de tomar el nuevo papa. Lo único que quedaba por confirmar era hasta dónde iba a llegar Juan Pablo I en su reforma, algo que, para los especuladores que operaban cercanos a los intereses del Vaticano, podría significar la diferencia entre obtener nuevas ganancias o enfrentarse a la ruina.
Además, había una importante cuestión pendiente. Si el papa quería una Iglesia pobre, ¿qué pensaba hacer con las riquezas del Vaticano? Uno de los más preocupados parecía ser el cardenal Villot, de carácter sumamente conservador y al que las nuevas ideas de Juan Pablo I inquietaban profundamente. Las diferencias entre ambos hombres eran cada vez mayores y el papa sentía cada vez más la desaprobación de aquel al que había confirmado en su puesto como secretario de Estado.
Estamos de acuerdo en que la prudencia debe ser dinámica y ex hortar a las personas a la acción. Pero hay tres fases que deben ser consideradas: deliberación, decisión y ejecución. Deliberación implica procurarnos los medios que nos llevarán al fin. Se basa en la reflexión, la petición de consejo, el análisis cuidadoso. Decisión significa, tras el análisis de los diversos métodos posibles, la elección de uno de ellos... [...] Se dice que la política es el arte de lo posible, y de alguna forma es cierto. La ejecución es la más importante de las tres fases: la prudencia, unida a la fuerza, evita el desánimo ante las dificultades y los obstáculos. Es el momento en el que un hombre demuestra ser líder y guía.
Tras leer esto nadie podrá dudar de que Juan Pablo I sabía cómo llevar a buen término sus planes. El 28 de agosto ya había llamado mucho la atención su negativa a recibir la tiara cargada de joyas. El papa nunca más sería monarca coronado, sino pastor de su rebaño, como el propio Jesucristo hubiera deseado. Acto seguido, Juan Pablo I se dirigió al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede: «No tenemos bienes materiales que intercambiar ni intereses que discutir. Nuestras posibilidades para intervenir en los asuntos del mundo son específicas y limitadas, y tienen un carácter especial». Fueron muchos los que vieron en esta declaración de intenciones el fin del Banco Vaticano. En los mercados de valores más importantes del mundo había auténtica expectación respecto a las decisiones que estaba a punto de tomar el nuevo papa. Lo único que quedaba por confirmar era hasta dónde iba a llegar Juan Pablo I en su reforma, algo que, para los especuladores que operaban cercanos a los intereses del Vaticano, podría significar la diferencia entre obtener nuevas ganancias o enfrentarse a la ruina.
Además, había una importante cuestión pendiente. Si el papa quería una Iglesia pobre, ¿qué pensaba hacer con las riquezas del Vaticano? Uno de los más preocupados parecía ser el cardenal Villot, de carácter sumamente conservador y al que las nuevas ideas de Juan Pablo I inquietaban profundamente. Las diferencias entre ambos hombres eran cada vez mayores y el papa sentía cada vez más la desaprobación de aquel al que había confirmado en su puesto como secretario de Estado.
EL REGRESO DE LA LISTA DE LOS MASONES
En los primeros días de septiembre de 1978 comenzaron a hacerse públicas las primeras medidas del nuevo pontífice, entre las que destacaba su intención de variar drásticamente las relaciones del Vaticano con el mundo del gran capital. Aparte de esto, Juan Pablo I ya había dado los primeros pasos hacia una revisión de la postura oficial de la Iglesia respecto al control de la natalidad, algo que levantó ampollas en amplios sectores de la Iglesia, y, en especial, en el cardenal Villot, contrario a los métodos anticonceptivos. El 5 de septiembre, Juan Pablo I recibió en audiencia al cardenal africano Bernardin Gantin, a quien pondría al frente de Cor Unum, una organización de la Iglesia de ayuda internacional, que hasta ese momento dependía del cardenal Villot. Juan Pablo I no tenía dudas, la Iglesia había de dedicar una parte importante de sus recursos financieros a apoyar planes serios de desarrollo en el Tercer Mundo. Ese mismo día ocurrió un suceso que, para los más suspicaces, debió haber puesto en guardia al papa sobre su seguridad personal.
Recibía a una de las mayores autoridades de la Iglesia ortodoxa, el metropolita Nicodemo de Leningrado. Ambos hombres se sentaron a tomar café, pero nada más dar el primer sorbo, Nicodemo se precipitó al suelo y murió casi instantáneamente. El dictamen oficial fue infarto, aunque era un hombre relativamente joven, 49 años, y según todos los indicios tenía un buen estado de salud. Con todo, aquél era un problema menor para Juan Pablo I. El 12 de septiembre la agencia de noticias UOsservatore Político divulgó un artículo titulado «La gran Logia del Vaticano», en el que se reproducía, con algunos añadidos, la famosa lista de presuntos masones del entorno de la Santa Sede —cardenales, obispos y otros altos dignatarios de la Iglesia— que ya hemos reproducido anteriormente. Esta agencia de noticias, dirigida por el periodista Carmine Pecorelli, el mismo que acabó con un disparo en la boca tras delatar a sus hermanos masones de P2, se caracterizaba por la publicación de informaciones escandalosas cuya veracidad siempre era contrastada.
Recibía a una de las mayores autoridades de la Iglesia ortodoxa, el metropolita Nicodemo de Leningrado. Ambos hombres se sentaron a tomar café, pero nada más dar el primer sorbo, Nicodemo se precipitó al suelo y murió casi instantáneamente. El dictamen oficial fue infarto, aunque era un hombre relativamente joven, 49 años, y según todos los indicios tenía un buen estado de salud. Con todo, aquél era un problema menor para Juan Pablo I. El 12 de septiembre la agencia de noticias UOsservatore Político divulgó un artículo titulado «La gran Logia del Vaticano», en el que se reproducía, con algunos añadidos, la famosa lista de presuntos masones del entorno de la Santa Sede —cardenales, obispos y otros altos dignatarios de la Iglesia— que ya hemos reproducido anteriormente. Esta agencia de noticias, dirigida por el periodista Carmine Pecorelli, el mismo que acabó con un disparo en la boca tras delatar a sus hermanos masones de P2, se caracterizaba por la publicación de informaciones escandalosas cuya veracidad siempre era contrastada.
UN SECRETO A VOCES
Al parecer, el papa se encontraba literalmente rodeado de masones, entre ellos el secretario de Estado, cardenal Jean Villot, el ministro de Asuntos Exteriores, monseñor Agostino Casaroli, el cardenal Sebastiano Baggio, el cardenal Ugo Poletti, vicario de Roma, el arzobispo Paúl Marcinkus y monseñor Donato de Bonis, otro alto cargo del Banco Vaticano.8
Juan Pablo I no acababa de creérselo. Para él era inconcebible que un sacerdote perteneciese a la masonería. Aunque sabía que entre los católicos laicos no era infrecuente —también había comunistas—, tratándose de miembros del clero la situación era muy diferente. Al menos podía contar con que las personas en las que más confiaba en el Vaticano, el cardenal Benelli y el cardenal Felici, no figuraban en la relación de supuestos masones. Así que decidió llamar a este último para tomar café y discutir la situación. Juan Pablo I disfrutaba de la compañía de Felici, un hombre de pensamiento conservador pero inteligente, sofisticado y espiritual. Para su sorpresa, el cardenal le comentó que conocía la existencia de la lista. Había circulado por la Santa Sede al menos desde 1976, y constituía un secreto a voces. El hecho de que volviera a salir ahora a la luz pública era un claro mensaje al nuevo pontífice para que mediase en el asunto. Lo que estaban requiriéndole era una investigación y una purga de buena parte de la curia y varios de los papables.
—¿Quieres decir que listas como esta existen desde hace más de dos años? —Eso mismo, Santidad. —¿Y la prensa las conoce? —Las conoce. Nunca ha llegado a publicarse una lista completa, pero sí un nombre aquí, otro allá... —¿Y cuál ha sido la reacción del Vaticano? —La normal... o sea, ninguna.
El Papa se rió ante la observación.
—¿La lista es auténtica? —preguntó sin rodeos Juan Pablo I. Felici se encogió de hombros. —Esas listas parecen proceder de los allegados a Lefebvre... no fueron elaboradas por nuestro hermano rebelde francés, más bien las utiliza.9
(Cuando se habló de los problemas por los que atravesó Pablo VI durante la última etapa de su pontificado, habría que haber precisado que el que más amargura le causó fue el concerniente al obispo Marcel Lefebvre. Él era la máxima expresión del integrismo católico, alguien que consideraba que el II Concilio Vaticano había sido un acto herético, y, en consecuencia, actuaba como si nunca se hubiera celebrado. Día a día, desafiaba la autoridad del Vaticano celebrando en su diócesis misas en latín y de espaldas a los feligreses. La condena pública de Pablo VI no le hizo la menor mella. En cuanto al nuevo papa, sus seguidores ni siquiera le reconocían por el hecho de haber sido elegido por un cónclave del que se había excluido a los cardenales mayores de ochenta años.)
Juan Pablo I no acababa de creérselo. Para él era inconcebible que un sacerdote perteneciese a la masonería. Aunque sabía que entre los católicos laicos no era infrecuente —también había comunistas—, tratándose de miembros del clero la situación era muy diferente. Al menos podía contar con que las personas en las que más confiaba en el Vaticano, el cardenal Benelli y el cardenal Felici, no figuraban en la relación de supuestos masones. Así que decidió llamar a este último para tomar café y discutir la situación. Juan Pablo I disfrutaba de la compañía de Felici, un hombre de pensamiento conservador pero inteligente, sofisticado y espiritual. Para su sorpresa, el cardenal le comentó que conocía la existencia de la lista. Había circulado por la Santa Sede al menos desde 1976, y constituía un secreto a voces. El hecho de que volviera a salir ahora a la luz pública era un claro mensaje al nuevo pontífice para que mediase en el asunto. Lo que estaban requiriéndole era una investigación y una purga de buena parte de la curia y varios de los papables.
—¿Quieres decir que listas como esta existen desde hace más de dos años? —Eso mismo, Santidad. —¿Y la prensa las conoce? —Las conoce. Nunca ha llegado a publicarse una lista completa, pero sí un nombre aquí, otro allá... —¿Y cuál ha sido la reacción del Vaticano? —La normal... o sea, ninguna.
El Papa se rió ante la observación.
—¿La lista es auténtica? —preguntó sin rodeos Juan Pablo I. Felici se encogió de hombros. —Esas listas parecen proceder de los allegados a Lefebvre... no fueron elaboradas por nuestro hermano rebelde francés, más bien las utiliza.9
(Cuando se habló de los problemas por los que atravesó Pablo VI durante la última etapa de su pontificado, habría que haber precisado que el que más amargura le causó fue el concerniente al obispo Marcel Lefebvre. Él era la máxima expresión del integrismo católico, alguien que consideraba que el II Concilio Vaticano había sido un acto herético, y, en consecuencia, actuaba como si nunca se hubiera celebrado. Día a día, desafiaba la autoridad del Vaticano celebrando en su diócesis misas en latín y de espaldas a los feligreses. La condena pública de Pablo VI no le hizo la menor mella. En cuanto al nuevo papa, sus seguidores ni siquiera le reconocían por el hecho de haber sido elegido por un cónclave del que se había excluido a los cardenales mayores de ochenta años.)
La investigación siguió su curso, realizándose discretamente y con la colaboración de las autoridades italianas, que encontraron testigos que apoyaron la presunta pertenencia del secretario de Estado Villot y su asistente, el cardenal Baggio, a la masonería. Ahora estaba claro el motivo de la insistencia del cardenal Villot en la necesidad de una «modernización» de la postura que mantenía la Iglesia respecto a la masonería. Esto mismo podía decirse de la práctica totalidad de los nombres que figuraban en la lista. El 13 de septiembre, el papa llamó a Roma a uno de sus hombres de confianza. Germano Pattaro, para que aceptase ser su consejero. Según las propias palabras de Pattaro, el papa estaba viviendo «un mes de infierno», un vía crucis: «Comienzo a entender ahora cosas que no había comprendido antes. Aquí cada uno habla mal del otro. Si pudieran, hablarían mal hasta de Jesucristo». La curia, indecisa y dividida, acosaba al papa constantemente y la relación con Marcinkus y Villot era cada vez más tensa. La antipatía de Marcinkus queda patente en unas declaraciones que realizó tras el fallecimiento del pontífice: Ese pobre hombre, el papa Juan Pablo I, llega de Venecia, una diócesis pequeña, de gente mayor, donde no hay más que 90.000 personas en la ciudad y los sacerdotes son viejos. De repente lo me ten en un sitio como éste, sin saber siquiera dónde está cada despacho. No tiene ni idea de a qué se dedica la secretaría de Estado [...]. La suya era una sonrisa muy nerviosa [...]. Además, hay que tener en cuenta que no era una persona de mucha salud... No hay más que coger el periódico todos los días y ver cómo hay mucha gente joven que consigue un buen puesto de trabajo y al poco tiempo se muere. Y no por eso va uno a pensar que los mataron.
El propio Marcinkus era consciente de que sus días al frente del IOR acabarían pronto: «No me queda mucho», le comentó a un amigo. A partir del 20 de septiembre ya se rumoreaba en Roma que el papa se disponía a expulsar a algunos de los hombres más representativos de la Santa Sede. El número de cigarrillos fumados por el cardenal Villot, fumador empedernido, puede servirnos de barómetro para medir su agitación nerviosa.
Desde la coronación de Juan Pablo I, las dos cajetillas diarias de Galois que fumaba el cardenal habían subido a tres, y algunos días llegaban incluso a cuatro. Se sentía traicionado por la Santa Sede. Él y no otro se había mantenido firme al frente del Vaticano durante los agónicos últimos años de Pablo VI, cuando se le empezaba a llamar el «Papa Hamiet». El y no otro había mantenido la Iglesia en funcionamiento mientras Pablo VI vagaba por los pasillos del palacio de Letrán. La prensa francesa le llamaba el «De Gaulle de Dios».12
El propio Marcinkus era consciente de que sus días al frente del IOR acabarían pronto: «No me queda mucho», le comentó a un amigo. A partir del 20 de septiembre ya se rumoreaba en Roma que el papa se disponía a expulsar a algunos de los hombres más representativos de la Santa Sede. El número de cigarrillos fumados por el cardenal Villot, fumador empedernido, puede servirnos de barómetro para medir su agitación nerviosa.
Desde la coronación de Juan Pablo I, las dos cajetillas diarias de Galois que fumaba el cardenal habían subido a tres, y algunos días llegaban incluso a cuatro. Se sentía traicionado por la Santa Sede. Él y no otro se había mantenido firme al frente del Vaticano durante los agónicos últimos años de Pablo VI, cuando se le empezaba a llamar el «Papa Hamiet». El y no otro había mantenido la Iglesia en funcionamiento mientras Pablo VI vagaba por los pasillos del palacio de Letrán. La prensa francesa le llamaba el «De Gaulle de Dios».12
SOLO ANTE EL PELIGRO
Uno de los hombres más preocupados era Roberto Calvi, cuyos negocios con Marcinkus y el Banco Vaticano podrían llevarle a la cárcel de por vida. Las noticias que recibía de sus informadores en el Vaticano no podían ser más inquietantes. El banquero milanos estaba convencido de que el papa quería vengarse por la compra de la Banca Católica del Véneto. Si no, ¿para qué tanta investigación en el Instituto para las Obras de Religión?
Si era la ira lo que motivaba la forma de actuar de Juan Pablo I, tal vez se le pudiera calmar de alguna forma (ofreciéndole, por ejemplo, una generosa donación para obras de caridad). Pero según iba recibiendo informes, Calvi se daba cuenta de que tenía ante sí a una persona con la que no estaba acostumbrado a tratar: Juan Pablo I era incorruptible, insobornable y, en definitiva, honrado. Calvi se jugaba mucho. Se había apropiado ilegalmente de más de 400 millones de dólares mediante la evasión fiscal y la creación de varias sociedades fantasma. Era demasiado lo que dependía de que el ahora investigado Marcinkus siguiera en su puesto. La única y remota posibilidad de que todo continuase como hasta ese momento era que el papa muriese antes de destituir a los hombres de confianza del anterior pontífice y pusiese en su lugar a alguien menos partidario de reformar las finanzas vaticanas. Un mes después de ser elegido papa, Juan Pablo I había conseguido llevar el temor y la incertidumbre al corazón de los principales responsables de la corrupción vaticana. El 23 de septiembre, Juan Pablo I tomó posesión como obispo de Roma. Su homilía no contribuyó a tranquilizar las posibles conciencias culpables que hubiera en la Santa Sede, sobre todo porque en un momento del discurso se volvió hacia Marcinkus y dijo: Aunque durante más de veinte años he sido obispo de Vittorio Véneto y Venecia, reconozco que no he aprendido el oficio demasiado bien. En Roma, me adscribiré a la escuela de san Gregorio el Grande, que escribió que un pastor debe, con compasión, estar cercano a cada uno de los que le han sido encomendados; independientemente de su puesto se debe considerar al mismo nivel que el rebaño, pero no debe temer ejercer los derechos de su autoridad contra los inicuos.
Dado que la mayoría de los presentes no tenían la menor idea de las turbias corrientes que recorrían el subsuelo del Vaticano, se limitaron a asentir ante tan sabias palabras. Para los iniciados, aquel mensaje era una suave y discreta declaración de guerra. El final de la corrupción estaba próximo. Para entonces, los rumores de la existencia del informe solicitado al cardenal Villot por el papa ya habían llegado al prestigioso semanario estadounidense Newsweek, que daba por segura la destitución de Marcinkus. En la Ciudad del Vaticano, se barajaban decenas de nombres que, tras Marcinkus y Villot, abandonarían la Santa Sede.
Si era la ira lo que motivaba la forma de actuar de Juan Pablo I, tal vez se le pudiera calmar de alguna forma (ofreciéndole, por ejemplo, una generosa donación para obras de caridad). Pero según iba recibiendo informes, Calvi se daba cuenta de que tenía ante sí a una persona con la que no estaba acostumbrado a tratar: Juan Pablo I era incorruptible, insobornable y, en definitiva, honrado. Calvi se jugaba mucho. Se había apropiado ilegalmente de más de 400 millones de dólares mediante la evasión fiscal y la creación de varias sociedades fantasma. Era demasiado lo que dependía de que el ahora investigado Marcinkus siguiera en su puesto. La única y remota posibilidad de que todo continuase como hasta ese momento era que el papa muriese antes de destituir a los hombres de confianza del anterior pontífice y pusiese en su lugar a alguien menos partidario de reformar las finanzas vaticanas. Un mes después de ser elegido papa, Juan Pablo I había conseguido llevar el temor y la incertidumbre al corazón de los principales responsables de la corrupción vaticana. El 23 de septiembre, Juan Pablo I tomó posesión como obispo de Roma. Su homilía no contribuyó a tranquilizar las posibles conciencias culpables que hubiera en la Santa Sede, sobre todo porque en un momento del discurso se volvió hacia Marcinkus y dijo: Aunque durante más de veinte años he sido obispo de Vittorio Véneto y Venecia, reconozco que no he aprendido el oficio demasiado bien. En Roma, me adscribiré a la escuela de san Gregorio el Grande, que escribió que un pastor debe, con compasión, estar cercano a cada uno de los que le han sido encomendados; independientemente de su puesto se debe considerar al mismo nivel que el rebaño, pero no debe temer ejercer los derechos de su autoridad contra los inicuos.
Dado que la mayoría de los presentes no tenían la menor idea de las turbias corrientes que recorrían el subsuelo del Vaticano, se limitaron a asentir ante tan sabias palabras. Para los iniciados, aquel mensaje era una suave y discreta declaración de guerra. El final de la corrupción estaba próximo. Para entonces, los rumores de la existencia del informe solicitado al cardenal Villot por el papa ya habían llegado al prestigioso semanario estadounidense Newsweek, que daba por segura la destitución de Marcinkus. En la Ciudad del Vaticano, se barajaban decenas de nombres que, tras Marcinkus y Villot, abandonarían la Santa Sede.
EL CARDENAL ARROGANTE
También había que solucionar el asunto del Banco Ambrosiano, desvincularse de Caivi y sus negocios sucios a la mayor brevedad, salvar lo que se pudiera, tanto en prestigio como en dinero, y buscar un nuevo banquero para la Santa Sede. El principal can didato era Lino Marconato, director del Banco San Marco, que fue llamado a los aposentos del papa para celebrar una reunión confidencial el 25 de septiembre. Tres días más tarde, el 28 de septiembre, fue la fecha elegida para dar comienzo a la purga. El primero en ser convocado al despacho del papa fue el cardenal Baggio. A pesar de lo que dijera la doctrina, el papa no pensaba excomulgarle, ya que sólo había en su contra pruebas circunstanciales y, aun teniendo la certeza de su vinculación a la masonería, castigar a un cardenal hubiera sido un escándalo que no se podía permitir una ya muy debilitada Iglesia. Sin embargo, lo que sí tenía claro Juan Pablo I es que no quería a su lado a un hombre en el que no confiaba, así que tomó una solución salomónica. Dado que desde que fue elegido papa Venecia estaba sin patriarca, decidió ofrecerle el puesto a Baggio. Lo que sucedió a continuación no estaba en los planes del papa. Baggio se negó, y lo hizo en un tono poco apropiado para dirigirse a un pontífice. De hecho, estaba furioso. No quería cambiar Roma por una diócesis periférica donde nadie iba a contar con él. Le gustaba Roma y le gustaban los manejos políticos del Vaticano. Dentro de poco iba a presidir la conferencia de Puebla, en México, y quería capitalizar aquel protagonismo. La negativa, y sobre todo el tono de protesta de Baggio, des concertaron al papa, que consideraba la obediencia como uno de los valores fundamentales del sacerdocio. Él mismo había aceptado sin rechistar en su vida muchas decisiones de la Santa Sede que no compartía. Es más, incluso durante su actual etapa de pontificado, caracterizada por el descubrimiento de una corrupción tras otra, solía excusar a los culpables pensando que sus acciones, probablemente, tuvieran su origen en la obediencia debida. No obstante, aquel cardenal arrogante que por razones egoístas se negaba a acatar una decisión del papa era algo inconcebible. Aun así, el pontífice mantuvo la calma. Despidió a Baggio y se fue a almorzar, meditando una solución para el problema. Tras una corta siesta, el papa dio un paseo por los corredores de palacio. A las 15.30 volvió a su despacho e hizo algunas llamadas telefónicas: llamó a Padua al cardenal Felici, a Florencia al cardenal Benelli y llamó a Villot, a quien convocó a una reunión unas horas más tarde. A sus dos hombres de confianza les contó lo que había sucedido y les pidió consejo. Al secretario de Estado le comunicó el resto de sus decisiones. Al caer la tarde, refrescó un poco. El cardenal Villot se sentó a tomar el té con el papa, aunque en el ambiente se notaba una tensión que dejaba claro que aquella no iba ser una reunión de cortesía. Como siempre, Juan Pablo I se dirigió al cardenal en francés y le pidió que antes de veinticuatro horas destituyera a Marcinkus como máximo responsable de la banca vaticana. Ni siquiera deseaba que el obispo permaneciera en el Vaticano; en su tierra natal, como obispo auxiliar de Chicago, sería mucho más útil a la Iglesia. A Marcinkus le sustituiría monseñor Giovanni Angelo Abbo, secretario de la prefectura de asuntos económicos de la Santa Sede, un hombre con una sólida formación financiera y que contaba con toda la confianza del pontífice. Además, Juan pablo I anunció otros cambios en el seno del Instituto para las Obras de Religión:
Mennini, De Strobel y monseñor De Bonis serán apartados. In mediatamente. De Bonis será reemplazado por monseñor Antonetti. Discutiré cómo cubrir las otras vacantes con monseñor Abbo. Quiero que todos nuestros vínculos con el grupo del Banco Ambrosiano terminen lo más deprisa posible. En mi opinión, esto será imposible de seguir con las personas que actualmente están al cargo.
Mennini, De Strobel y monseñor De Bonis serán apartados. In mediatamente. De Bonis será reemplazado por monseñor Antonetti. Discutiré cómo cubrir las otras vacantes con monseñor Abbo. Quiero que todos nuestros vínculos con el grupo del Banco Ambrosiano terminen lo más deprisa posible. En mi opinión, esto será imposible de seguir con las personas que actualmente están al cargo.
EL CASTIGO A LOS INICUOS
Villot tomó nota en silencio de estas disposiciones. Sabía que Marcinkus y su grupo habían especulado con las finanzas del Va ticano durante años. No era asunto suyo, él se había limitado tan sólo a mirar para otro lado. El segundo punto del orden del día era el futuro del cardenal Baggio. El papa había meditado todo el día sobre el tema y finalmente llegó a una resolución. Baggio iría donde se le dijese, no había discusión posible. El papa no tenía ninguna intención de volver a hablar con él, sería Villot quien le comunicase su nuevo destino en Venecia: Venecia no es un tranquilo mar de rosas. Precisa de un hombre con la fuerza de Baggio. Nos gustaría que usted conversase con él. Dígale que todos debemos hacer algún sacrifico en este momento. Tal vez sea bueno recordarle que yo no tengo la menor intención de volver a asumir ese puesto.Asimismo, el papa comunicó a su secretario de Estado el resto de cambios que tenía planeados, entre los que se encontraba la inmediata sustitución de todos los presuntos masones del Vaticano por hombres de su confianza. Los destituidos serían destinados a puestos de segunda fila y sus actividades estarían supervisadas por «verdaderos católicos».
El cardenal Pericle Felici sería el nuevo vicario de Roma, en sustitución del cardenal Ugo Poletti, que reemplazaría, a su vez, al cardenal Benelli como obispo de Florencia. Benelli se convertiría en el nuevo secretario de Estado, relevando al propio Villot, cuya renuncia debería ser presentada en breve para así poder regresar a su Francia natal. El cardenal pareció encajar la noticia bastante mal, aunque su protesta fue en términos más respetuosos que los de Baggio. El papa le recordó un episodio de la historia vaticana por si podía sacar alguna enseñanza de él. Pío X destituyó al cardenal Rampolla, secretario de Estado con León XIII, porque existía la sospecha de que era masón. No es que aquella historia tuviera nada que ver con él, era sólo un ejemplo histórico para demostrarle que los secretarios de Estado no tenían por qué serlo de por vida. El golpe de gracia para Villot fue la confirmación de que sería el Santo Padre quien recibiera al comité norteamericano sobre el control de población el 24 de octubre. Esta delegación del gobierno estadounidense trataba de modificar la posición de la Iglesia sobre la pildora anticonceptiva, algo a lo que el papa no pondría demasiados reparos. La reunión con Villot finalizó a las 19.30. Después, el papa se retiró a orar y tomó una cena ligera, servida por la hermana Vin cenza, su cocinera y ama de llaves desde hacía años. A las 21.30, después de cenar y haber visto las noticias de la televisión, el papa, que parecía de buen humor, se despidió de sor Vincenza y sus asistentes: «Buonanotte. A domani. Se Dio vuole» (Buenas noches. Hasta mañana. Si Dios quiere).
El cardenal Pericle Felici sería el nuevo vicario de Roma, en sustitución del cardenal Ugo Poletti, que reemplazaría, a su vez, al cardenal Benelli como obispo de Florencia. Benelli se convertiría en el nuevo secretario de Estado, relevando al propio Villot, cuya renuncia debería ser presentada en breve para así poder regresar a su Francia natal. El cardenal pareció encajar la noticia bastante mal, aunque su protesta fue en términos más respetuosos que los de Baggio. El papa le recordó un episodio de la historia vaticana por si podía sacar alguna enseñanza de él. Pío X destituyó al cardenal Rampolla, secretario de Estado con León XIII, porque existía la sospecha de que era masón. No es que aquella historia tuviera nada que ver con él, era sólo un ejemplo histórico para demostrarle que los secretarios de Estado no tenían por qué serlo de por vida. El golpe de gracia para Villot fue la confirmación de que sería el Santo Padre quien recibiera al comité norteamericano sobre el control de población el 24 de octubre. Esta delegación del gobierno estadounidense trataba de modificar la posición de la Iglesia sobre la pildora anticonceptiva, algo a lo que el papa no pondría demasiados reparos. La reunión con Villot finalizó a las 19.30. Después, el papa se retiró a orar y tomó una cena ligera, servida por la hermana Vin cenza, su cocinera y ama de llaves desde hacía años. A las 21.30, después de cenar y haber visto las noticias de la televisión, el papa, que parecía de buen humor, se despidió de sor Vincenza y sus asistentes: «Buonanotte. A domani. Se Dio vuole» (Buenas noches. Hasta mañana. Si Dios quiere).
LA MUERTE DEL PAPA
A la mañana siguiente, sor Vincenza, siguiendo la rutina habitual, llamó a la puerta del papa a las cuatro de la madrugada y dejó una bandeja con el café en la puerta. Media hora después, cuando volvió a pasar, la bandeja estaba intacta, lo cual extrañó a la reli giosa. Insistió en su llamada, pensando que el pontífice se había quedado dormido. Al no obtener respuesta decidió entrar. La escena que vio no podía ser más impactante.
La luz estaba encendida y el papa sentado en la cama, aparentemente revisando unos papeles, de hecho tenía las gafas puestas. Sin embargo, al acercarse más, la religiosa apenas pudo contener una exclamación de horror. En la cara del pontífice se dibujaba una sonrisa macabra y grotesca. Sus ojos, muy abiertos, parecían salirse de las órbitas. Como pudo, teniendo en cuenta que padecía del corazón y que estaba impresionada por lo que acababa de ver, la monja corrió en busca del padre Magee, uno de los asistentes del papa. Tras comprobar que éste estaba muerto, telefoneó al cardenal Villot, que formuló una pregunta que sorprendió un poco al joven sacerdote: «¿Sabe alguien más que el Santo Padre ha muerto?». Nadie, excepto él y sor Vincenza, lo sabía. Villot ordenó que nadie accediera a la habitación del papa. Apenas unos minutos después, apareció perfectamente afeitado, despierto e impecablemente vestido con todos los ornatos de cardenal. La Santa Sede comenzó entonces una confusa campaña de mentiras mezcladas con medias verdades sobre la muerte del papa que levantaron las primeras sospechas de asesinato. Y no era porque no hubiera enemigos suficientemente poderosos y con motivos dentro del Vaticano como para recurrir a la más terrible de las soluciones. Desde luego, un atentado contra el papa en medio de la plaza de San Pedro era impensable. La muerte tenía que producirse de forma aparentemente accidental, sin investigaciones ni complicaciones para la Iglesia. La mejor forma de plantear un hipotético atentado contra el papa era mediante un veneno que después de administrado no dejara ninguna señal externa. El autor debía ser, además, una persona familiarizada con la rutina del Vaticano. En este sentido, la actitud del cardenal Villot ha sido calificada por múltiples analistas de llamativa. Cuando llegó junto al cuerpo, al lado de la cama del papa, en la mesilla de noche, estaba el frasco con el medicamento que Juan Pablo I tomaba para sus problemas de presión arterial baja. Villot se lo guardó en la sotana y arrancó de las manos del cadáver los apuntes sobre las designaciones de las que habían conversado la tarde anterior. Vació su escritorio de papeles e incluso se llevó sus gafas y sus zapatillas. Ninguno de estos objetos ha vuelto a ser visto jamás. Una vez hecho esto, el cardenal llamó por teléfono al doctor Buzzonettí, el médico del papa, y procedió a administrar la extre maunción al cadáver. Luego, Villot impuso el voto de silencio a la hermana Vincenza, enviándola de vuelta a su convento en Venecia, e instruyó a todos para que la muerte del pontífice fuera silenciada hasta que él ordenara lo contrario. El doctor Buzzonettí llegó antes de las seis de la mañana y dictaminó que la causa de la muerte había sido una oclusión cardíaca ocurrida alrededor de las 22.30. Según el médico, el fallecimiento fue instantáneo y el pontífice no sufrió. Los enemigos del papa tuvieron su «milagro», el pontífice había muerto.
La luz estaba encendida y el papa sentado en la cama, aparentemente revisando unos papeles, de hecho tenía las gafas puestas. Sin embargo, al acercarse más, la religiosa apenas pudo contener una exclamación de horror. En la cara del pontífice se dibujaba una sonrisa macabra y grotesca. Sus ojos, muy abiertos, parecían salirse de las órbitas. Como pudo, teniendo en cuenta que padecía del corazón y que estaba impresionada por lo que acababa de ver, la monja corrió en busca del padre Magee, uno de los asistentes del papa. Tras comprobar que éste estaba muerto, telefoneó al cardenal Villot, que formuló una pregunta que sorprendió un poco al joven sacerdote: «¿Sabe alguien más que el Santo Padre ha muerto?». Nadie, excepto él y sor Vincenza, lo sabía. Villot ordenó que nadie accediera a la habitación del papa. Apenas unos minutos después, apareció perfectamente afeitado, despierto e impecablemente vestido con todos los ornatos de cardenal. La Santa Sede comenzó entonces una confusa campaña de mentiras mezcladas con medias verdades sobre la muerte del papa que levantaron las primeras sospechas de asesinato. Y no era porque no hubiera enemigos suficientemente poderosos y con motivos dentro del Vaticano como para recurrir a la más terrible de las soluciones. Desde luego, un atentado contra el papa en medio de la plaza de San Pedro era impensable. La muerte tenía que producirse de forma aparentemente accidental, sin investigaciones ni complicaciones para la Iglesia. La mejor forma de plantear un hipotético atentado contra el papa era mediante un veneno que después de administrado no dejara ninguna señal externa. El autor debía ser, además, una persona familiarizada con la rutina del Vaticano. En este sentido, la actitud del cardenal Villot ha sido calificada por múltiples analistas de llamativa. Cuando llegó junto al cuerpo, al lado de la cama del papa, en la mesilla de noche, estaba el frasco con el medicamento que Juan Pablo I tomaba para sus problemas de presión arterial baja. Villot se lo guardó en la sotana y arrancó de las manos del cadáver los apuntes sobre las designaciones de las que habían conversado la tarde anterior. Vació su escritorio de papeles e incluso se llevó sus gafas y sus zapatillas. Ninguno de estos objetos ha vuelto a ser visto jamás. Una vez hecho esto, el cardenal llamó por teléfono al doctor Buzzonettí, el médico del papa, y procedió a administrar la extre maunción al cadáver. Luego, Villot impuso el voto de silencio a la hermana Vincenza, enviándola de vuelta a su convento en Venecia, e instruyó a todos para que la muerte del pontífice fuera silenciada hasta que él ordenara lo contrario. El doctor Buzzonettí llegó antes de las seis de la mañana y dictaminó que la causa de la muerte había sido una oclusión cardíaca ocurrida alrededor de las 22.30. Según el médico, el fallecimiento fue instantáneo y el pontífice no sufrió. Los enemigos del papa tuvieron su «milagro», el pontífice había muerto.
«ALBINO LUCIANI, ¿ESTÁS MUERTO?»
Villot procedió a realizar la ancestral ceremonia de la certificación de la muerte. Sacó de su sotana un pequeño martillo de plata, y golpeando levemente la frente del cadáver preguntó tres veces: «Albino Luciani, ¿estás muerto?». Tras esto, dictaminó oficialmente la muerte del papa. Villot decidió que el difunto Juan Pablo I debía ser embalsamado de inmediato, sin dar posi bilidad a ningún tipo de autopsia.
De hecho, poco después de las seis se presentaron los embalsamadores Ernesto y Arnaldo Signo racci, a los que Villot había llamado desde su aposento nada más recibir la llamada del padre Magee. Los hermanos Signoracci comenzaron inmediatamente su trabajo, lo cual es llamativo, puesto que, como recordaremos, era tradición que los papas no fuesen embalsamados (esta costumbre había provocado algunas situaciones embarazosas y grotescas). Una consecuencia directa del embalsamamiento es que imposibilita cualquier intento de realizar la autopsia a un cadáver, sobre todo, en los casos de envenenamiento. Los hermanos Signoracci hicieron un magnífico trabajo, en especial en el rostro del pontífice, del que desapareció la horrible mueca con que fue en contrado y volvió a adquirir la serenidad que tuvo en vida. Mientras los embalsamadores trabajaban, Villot habló con el padre Magee. Para el mundo, sería él y no sor Vincenza quien habría encontrado el cadáver. Nunca se volvieron a mencionar los papeles ni ninguno de los objetos que se había llevado Villot de la habitación del pontífice. En su lugar, se dijo que el papa estaba leyendo un libro religioso. El siguiente paso de Villot fue comunicar la muerte del papa al decano del Sacro Colegio cardenalicio, al jefe del cuerpo diplomático y al comandante de la Guardia Suiza. A las 6.45 el arzobispo Marcinkus llegó a la Santa Sede, donde fue informado de la muerte del papa por un miembro de la Guardia Suiza. (Este dato es revelador porque Marcinkus no era madrugador y nunca llegaba a su despacho antes de las nueve de la mañana.) A las 7.27 Radio Vaticana informaba al mundo del fallecimiento del pontífice. Nada más conocerse la noticia, un sector de la prensa italiana comenzó a sospechar de la versión oficial. El primer hecho refutado fue el «libro religioso» que presuntamente se había encontrado en las manos del papa. Aquel volumen estaba entre las pertenencias personales del Santo Padre que aún se hallaban en Venecia. El 5 de octubre, el Vaticano tuvo que admitir que en el momento de su muerte Juan Pablo I repasaba «ciertas designaciones en la curia y el episcopado italiano». Otro asunto difícil de explicar era el embalsamamiento. La ley italiana prohibía que un cadáver fuera embalsamado antes de cumplirse las veinticuatro horas del fallecimiento. El 1 de octubre, el Corriere della Sera publicaba un reportaje titulado «¿Por qué no una autopsia?», en el que su autor, Cario Bo, reflexionaba:
La Iglesia no tiene nada que temer, por tanto, no tiene nada que perder. Más bien al contrario, tendría mucho que ganar. Saber a causa de qué murió el Papa es un hecho histórico legítimo, parte de nuestra historia viviente, y no afecta de ninguna manera el misterio espiritual de su muerte. El cuerpo que dejamos atrás cuando morimos puede ser estudiado por nuestros pobres instrumentos, no es más que un residuo. El alma está ya, o mejor, siempre estuvo, sometida a otras leyes, que no son humanas, que todavía permanecen inescrutables. No transformemos en misterio un secreto que hay que guardar por razones terrenales. Debemos reconocer el significado de nuestros secretos. No declaremos sagrado lo que no lo es.
Las sospechas se hicieron más intensas si cabe al hacerse público por parte de los médicos personales del papa que éste se encontraba en un magnífico estado de salud; sólo estaba aquejado de un ligero problema de presión sanguínea baja. Esta afirmación obligó a Villot a inventarse una historia que hizo circular entre los cardenales que reclamaban una autopsia. Según la nueva versión, el pontífice habría fallecido a causa de una sobredosis de Efortil, el medicamento que tomaba para regular su presión sanguínea.
Si se descubría esta circunstancia era probable que se corriese el bulo de que Juan Pablo I se había suicidado. Cuando esta historia tampoco pareció apaciguar a los partidarios de realizar una autopsia a Juan Pablo I, Villot recurrió al derecho canónico, diciendo que era la ley la que prohibía la autopsia de un pontífice, lo cual también era mentira; de hecho, en 1830, el cuerpo de Pío VIII fue sometido al análisis del forense. Más tarde se descubrió también que había sido sor Vincenza quien encontró el cadáver, e incluso se especuló con la presencia de vómito en el lugar de la muerte, indicador de un posible envenenamiento. El nuevo cónclave para elegir sucesor al papa comenzó el domingo 15 de octubre de 1978, y desde el principio se hizo patente que no iba a ser tan rápido ni sencillo como el último. El favorito era el cardenal Benelli, que estaba dispuesto a continuar con las reformas de su antecesor, pero a Benelli le faltaron nueve votos para alzarse como Sumo Pontífice. El vencedor resultó ser un candidato de compromiso, el cardenal Karol Wojtyla, de Polonia, en el polo opuesto de las ideas de Juan Pablo I, a pesar de haber elegido el mismo nombre. Si realmente la muerte de Juan Pablo I fue fruto del asesinato, a los conspiradores todo les había salido a pedir de boca.
De hecho, poco después de las seis se presentaron los embalsamadores Ernesto y Arnaldo Signo racci, a los que Villot había llamado desde su aposento nada más recibir la llamada del padre Magee. Los hermanos Signoracci comenzaron inmediatamente su trabajo, lo cual es llamativo, puesto que, como recordaremos, era tradición que los papas no fuesen embalsamados (esta costumbre había provocado algunas situaciones embarazosas y grotescas). Una consecuencia directa del embalsamamiento es que imposibilita cualquier intento de realizar la autopsia a un cadáver, sobre todo, en los casos de envenenamiento. Los hermanos Signoracci hicieron un magnífico trabajo, en especial en el rostro del pontífice, del que desapareció la horrible mueca con que fue en contrado y volvió a adquirir la serenidad que tuvo en vida. Mientras los embalsamadores trabajaban, Villot habló con el padre Magee. Para el mundo, sería él y no sor Vincenza quien habría encontrado el cadáver. Nunca se volvieron a mencionar los papeles ni ninguno de los objetos que se había llevado Villot de la habitación del pontífice. En su lugar, se dijo que el papa estaba leyendo un libro religioso. El siguiente paso de Villot fue comunicar la muerte del papa al decano del Sacro Colegio cardenalicio, al jefe del cuerpo diplomático y al comandante de la Guardia Suiza. A las 6.45 el arzobispo Marcinkus llegó a la Santa Sede, donde fue informado de la muerte del papa por un miembro de la Guardia Suiza. (Este dato es revelador porque Marcinkus no era madrugador y nunca llegaba a su despacho antes de las nueve de la mañana.) A las 7.27 Radio Vaticana informaba al mundo del fallecimiento del pontífice. Nada más conocerse la noticia, un sector de la prensa italiana comenzó a sospechar de la versión oficial. El primer hecho refutado fue el «libro religioso» que presuntamente se había encontrado en las manos del papa. Aquel volumen estaba entre las pertenencias personales del Santo Padre que aún se hallaban en Venecia. El 5 de octubre, el Vaticano tuvo que admitir que en el momento de su muerte Juan Pablo I repasaba «ciertas designaciones en la curia y el episcopado italiano». Otro asunto difícil de explicar era el embalsamamiento. La ley italiana prohibía que un cadáver fuera embalsamado antes de cumplirse las veinticuatro horas del fallecimiento. El 1 de octubre, el Corriere della Sera publicaba un reportaje titulado «¿Por qué no una autopsia?», en el que su autor, Cario Bo, reflexionaba:
La Iglesia no tiene nada que temer, por tanto, no tiene nada que perder. Más bien al contrario, tendría mucho que ganar. Saber a causa de qué murió el Papa es un hecho histórico legítimo, parte de nuestra historia viviente, y no afecta de ninguna manera el misterio espiritual de su muerte. El cuerpo que dejamos atrás cuando morimos puede ser estudiado por nuestros pobres instrumentos, no es más que un residuo. El alma está ya, o mejor, siempre estuvo, sometida a otras leyes, que no son humanas, que todavía permanecen inescrutables. No transformemos en misterio un secreto que hay que guardar por razones terrenales. Debemos reconocer el significado de nuestros secretos. No declaremos sagrado lo que no lo es.
Las sospechas se hicieron más intensas si cabe al hacerse público por parte de los médicos personales del papa que éste se encontraba en un magnífico estado de salud; sólo estaba aquejado de un ligero problema de presión sanguínea baja. Esta afirmación obligó a Villot a inventarse una historia que hizo circular entre los cardenales que reclamaban una autopsia. Según la nueva versión, el pontífice habría fallecido a causa de una sobredosis de Efortil, el medicamento que tomaba para regular su presión sanguínea.
Si se descubría esta circunstancia era probable que se corriese el bulo de que Juan Pablo I se había suicidado. Cuando esta historia tampoco pareció apaciguar a los partidarios de realizar una autopsia a Juan Pablo I, Villot recurrió al derecho canónico, diciendo que era la ley la que prohibía la autopsia de un pontífice, lo cual también era mentira; de hecho, en 1830, el cuerpo de Pío VIII fue sometido al análisis del forense. Más tarde se descubrió también que había sido sor Vincenza quien encontró el cadáver, e incluso se especuló con la presencia de vómito en el lugar de la muerte, indicador de un posible envenenamiento. El nuevo cónclave para elegir sucesor al papa comenzó el domingo 15 de octubre de 1978, y desde el principio se hizo patente que no iba a ser tan rápido ni sencillo como el último. El favorito era el cardenal Benelli, que estaba dispuesto a continuar con las reformas de su antecesor, pero a Benelli le faltaron nueve votos para alzarse como Sumo Pontífice. El vencedor resultó ser un candidato de compromiso, el cardenal Karol Wojtyla, de Polonia, en el polo opuesto de las ideas de Juan Pablo I, a pesar de haber elegido el mismo nombre. Si realmente la muerte de Juan Pablo I fue fruto del asesinato, a los conspiradores todo les había salido a pedir de boca.
Biografía No Autorizada del Vaticano
Capítulo 14
por Santiago Camacho