15 de mayo de 2007

Historia Básica Olvidada.

La celebración del día del maestro en México invita a reflexionar en el formato de educación actual comparado con el de hace 25, 50, 75 o mas años. Incluso en la forma de educar durante y después de la gran conquista de México por los Reyes Católicos de España, o mejor dicho, por la Iglesia Católica.

¿Será posible que hayan podido echar abajo una civilización auténtica, autónoma y confiada en la Naturaleza, para imponer sus tradiciones y creencias? Para bien o para mal, la historia fue así y hoy somos un pueblo con costumbres y creencias ajenas a nuestros orígenes. Y peor aún, no tenemos la fuerza ni la voluntad de voltear hacia atrás en el tiempo y rectificar lo que creemos y lo que crearán nuestros hijos. Hace falta reformar algunos aspectos de la educación Secundaria y Preparatoria en nuestro México, para que a las nuevas generaciones conozcan los orígenes de las creencias que heredamos y heredaremos (si no hacemos algo por corregirlas).
Es imperativo que las nuevas generaciones de mexicanos conozcan la Historia de las Religiones, para acelerar el verdadero despertar de nuestra raza. Es necesario despertar y aprender lo que la consciencia es, lo que Dios es y lo que el potencial humano puede hacer. Y para ello es indispensable desprenderse de las ataduras de los asfixiantes dogmas, entendiendo que éstos no son mas que una anestesia para mitigar el dolor causado por la ignorancia.

Rod SG


Historia Básica para Cristianos.
Entre los primeros cristianos del Siglo I nadie puso en duda que la Iglesia primitiva había sido fundada por Jesús. En los años inmediatamente posteriores a su muerte, la comunidad de sus seguidores actuó como tal en Jerusalén, padeció duras persecuciones y participó en debates públicos con saduceos y fariseos ante el Templo. Esto sugiere que, mientras vivió Jesús, debía de existir ya un colectivo organizado, que constituyó el núcleo estable del movimiento de masas forjado en torno a su carismática figura. Dado el carácter itinerante de este magisterio, se produjo de forma natural una diferenciación entre las multitudes que lo rodeaban en ocasión de su paso por una región y dicho grupo permanente, que la tradición identifica con sus doce apóstoles y los 72 discípulos. Este era el auditorio de sus enseñanzas reservadas. Según los Evangelios canónicos, Jesús lo habría dotado de una regla de convivencia interna. Entre ellos nombró a responsables de ciertas tareas, como la tesorería, y estipuló cómo administrar sus fondos. Más tarde les comunicó las directrices básicas que debían guiar su actividad misionera para difundir «la buena nueva» en su ausencia (Mt., 10).

De hecho, al menos hasta el siglo IV d.C. no se cuestionó la autoridad de los apóstoles para fundar «iglesias cristianas» ni se puso en duda que, al hacerlo, cumplieran con la voluntad del Maestro. Es sólo después del año 325 d.C., cuando el Concilio de Nicea puso las bases del catolicismo, que se planteará la cuestión de la legitimidad de la Iglesia de Roma como la única autorizada por Jesús para interpretar su magisterio y actuar en su nombre.

El debate fue duro y cruento. En Nicea se enterró el pluralismo y se reformuló la tradición cristiana para convertir a la Iglesia en la religión oficial del Imperio romano. El Cristianismo original empezó a desdibujarse y, progresivamente, la Cristiandad ocupó su lugar. Antes de que acabara el siglo IV d.C., Prisciliano de Ávila y otros líderes gnósticos fueron ejecutados. La nueva Iglesia era un aparato de poder estatal y, como tal, impuso una ortodoxia y montó una jerarquía fuertemente centralizada que decidía en qué debía creerse y cómo celebrar el culto. Para ser un poder efectivo le resultaba imprescindible la unidad en la acción y ésta requería una disciplina férrea, tanto en lo ideológico como en lo político. En función de este objetivo, la Iglesia emergente se apoyó en los cuatro Evangelios seleccionados en Nicea para integrar «el canon» –hasta entonces inexistente– y, sobre todo, en el pasaje en el cual presuntamente Jesús había conferido a Pedro la primacía, identificándolo proféticamente con la «piedra» angular sobre la cual edificaría «su Iglesia» (Mt., 16). Esta argumentación teológica produjo una fuerte oposición en muchas comunidades cristianas. La interpretación en que se basaba atribuía a Jesús la fundación de un orden monárquico sobre el principio mundano de legitimidad dinástica, puesto que sería en calidad de «sucesores en el trono de Pedro» que los máximos líderes de la Iglesia nacida en Nicea reivindicarían su condición de reyes–sacerdotes. Se ponía así en marcha un largo proceso histórico de creciente fortalecimiento del poder central, que culminaría atribuyendo al Papa –que inicialmente sólo era el Obispo de Roma– la infalibilidad, en calidad de «vicario de Cristo» y titular del trono de Pedro: cuando éste se pronunciaba «ex-catedra» sobre un tema, sus afirmaciones se convertían automáticamente en dogma y debían aceptarse como «verdad revelada» y objeto de fe.

Esto representaba una ruptura radical con el concepto original de «iglesia», entendida como «asamblea de fieles», descalificaba a docenas de Evangelios que habían sido adoptados por las distintas comunidades cristianas durante los primeros siglos y, sobre todo, les arrebataba su derecho a decidir por sí mismas cómo entender la tradición y qué textos sagrados venerar.

No es casual que, en el siglo IV d.C., Prisciliano hubiera encomendado a su discípula Egeia viajar a Egipto en busca de «las fuentes originales» contra las cuales Roma ya había lanzado una operación de destrucción sistemática, amparada en los edictos imperiales de Constantino y Teodosio. La voluntad de normalizar el culto bajo una única autoridad se expresó en un celo totalitario represivo y muy poco evangélico. Existen documentos que muestran cómo el obispo de una sola diócesis se jactó de haber quemado hasta 200 Evangelios no canónicos sólo en su demarcación administrativa.

Sin embargo, la resistencia a la pretensión de Roma persistió a lo largo del tiempo. No sólo por el cisma que separó a la Iglesia de Occidente de la de Oriente (Ortodoxa), o por la consolidación de la tradición copta en Egipto como una comunidad cristiana independiente, sino también en los territorios controlados por Roma. Entre el siglo IV d.C. y el gran cisma que supuso la Reforma de Lutero en el alba de la Edad Moderna, el rechazo a la autoridad de la Iglesia Católica se expresó en la emergencia de varios movimientos heréticos –cátaros, etc.–, así como en brotes contestatarios internos en el seno de la propia Iglesia (como los Fraticelli italianos) o, en los siglos XIV y XV, con la aparición en Europa de líderes iluminados y carismáticos que se rebelaron contra el Papa y llegaron a identificarlo con el Anticristo.

A partir de la Reforma de Lutero, no se cuestionó que los Evangelios canónicos hubieran sido inspirados por Dios, pero se reivindicaba el derecho a la libre interpretación del texto sagrado y, sobre esta base, se negaba la afirmación de que Jesús hubiese fundado su Iglesia sobre el principio dinástico de «la sucesión en el trono de Pedro», que convertía a la de Roma en la única «verdadera» a través del papado. Uno de los principales argumentos contra dicha pretensión fue el de la apostasía: el catolicismo no podía pretender ser «la iglesia verdadera», por haberse apartado del espíritu cristiano original para defender privilegios incompatibles con el magisterio de Jesús. La difusión del principio de «libre interpretación de la Biblia» abrió un debate sobre el pasaje evangélico que servía de base teológica a la doctrina de Roma. Se cuestionó que, en este episodio, Jesús hubiese confiado a Pedro la fundación de su Iglesia. Sobre todo porque, pocos versículos más adelante, descalificaba a dicho discípulo con una expresión muy dura: «Apártate de mí, Satanás, porque tus pensamientos son los pensamientos del mundo» (Mt., 16; 23). Además, la presunta «primacía de Pedro» aparecía sólo en Mateo, pero no en los Evangelios de Marcos y Lucas, que sin embargo narraban el mismo episodio y también recogían el duro rechazo de este apóstol por parte de Jesús (Mc., 8, 27-31; Lc., 8, 18).

Dado que, en el controvertido pasaje de Mateo, Jesús bendecía a Pedro porque, según dijo, «no te lo ha revelado ni carne ni sangre, sino mi Padre que está en los Cielos», podía entenderse que éste sólo había sido distinguido en calidad de receptor de esa revelación concreta que identificaba a Jesús con el «Hijo de Dios», pero no se extendía a su persona consagrando su primacía, como finalmente quedaba en evidencia cuando, poco después, Jesús le rechazaba identificándolo con «el mundo». Esta lectura venía a afirmar que «la iglesia verdadera» se fundaba sobre «la piedra» de la revelación y no en la persona del apóstol, interpretación coherente con otras manifestaciones de Jesús, que nunca había atribuido la facultad de revelar la verdad de Dios a ninguna autoridad oficial, sino a la Iluminación del hombre por su Gracia, como se ve en varios pasajes.

En idéntica línea de pensamiento se sitúa su afirmación de que, en su ausencia, sería «el Espíritu Santo» o «el Espíritu de la Verdad» (y no Pedro) quien iluminara a sus discípulos, así como el hecho decisivo de que fuera precisamente el advenimiento del Espíritu Santo en el día de Pentecostés el milagro que había dado origen a la primera iglesia apostólica. También había sido "muy oportuno" lo decisivo en la conversión de Pablo, así como la fuente de su doctrina sobre Jesús, adoptada más tarde por el Concilio de Nicea.

El gran problema de la interpretación católica en este punto es que postulaba una lectura extraña al propio magisterio de Jesús. En los Evangelios canónicos no hay nada –aparte del controvertido pasaje de Mateo que no recogen los otros evangelistas al narrar el mismo episodio– que nos permita sugerir que Jesús quiso dar a la comunidad de sus discípulos una organización centralizada, regida por un rey-sacerdote que, en calidad de sucesor de Pedro, fuera distinguido por Dios como el receptor exclusivo o privilegiado de la revelación en el futuro. Todo indica que esta idea, inspirada en las instituciones de la teocracia judía y en la tradición de un rey mesiánico, tuvo un objetivo político: hacer de la Cristiandad, bajo la guía de la nueva Iglesia asociada al poder estatal, la heredera de la teocracia judía basada en la «Antigua Alianza» entre Dios e Israel y, por tanto, la representante legítima del «pueblo de Dios» surgido de «la Nueva Alianza» entre éste y la Humanidad entera a través de Jesús.

Sin embargo, no hay en Jesús ninguna evidencia de que quisiera fundar una nueva religión ni que predicara a no judíos. Los textos sagrados son ambiguos al respecto y así como hay episodios en los que se transmite una actitud próxima al universalismo religioso, también existen otros en los cuales se expresa que el magisterio se dirige en exclusiva a un auditorio nacional judío. Por otra parte, Jesús no siguió el modelo de los grandes fundadores de sistemas religiosos, como Moisés o Mahoma: no dictó ninguna legislación, ni una normativa detallada, ni tampoco postuló un cuerpo doctrinal diferenciador. ¿En qué sentido debemos entender entonces que fundó una iglesia?

Algunos autores tradicionales, como René Guénon, creen que lo que en realidad creó fue una escuela iniciática. El carácter reservado de las enseñanzas que impartió al núcleo de sus discípulos personales se explicaría bien en este caso, dado que la iniciación siempre supone una trasmisión oral y personal de maestro a discípulo. Jesús habría fundado así el Cristianismo esotérico original, cuya existencia respaldan los escritos de los grandes Padres anteriores al siglo IV d.C., como Orígenes, Justino y Clemente. En el siglo IV d.C., San Agustín todavía reconocía el carácter secreto de sacramentos como el bautismo y la eucaristía entre los primeros cristianos.

Esta tradición esotérica original habría entrado en crisis en el siglo III d.C. En los escritos de Clemente observamos que entonces ya estaba en marcha el proceso que culminó en Nicea y sobre cuyos riesgos él mismo advirtió con palabras proféticas: «La Iglesia pretende cristianizar al mundo, pero éste acabará por mundanizar a la Iglesia».

A partir de Nicea esta reconversión se hizo sistemática y terminó reduciendo la Iglesia a un culto exclusivamente público. Si en origen ésta había sido una comunidad de «pocos y escogidos», a quienes se exigía además una larga preparación como aspirantes y un severo examen de admisión, que incluía férreas disciplinas espirituales y un compromiso total, a partir de su transformación en Iglesia oficial abriría sus puertas de par en par y se erigiría en una organización de masas.

No se trata de juzgar si dicha decisión fue un acierto y supuso el mejor escenario histórico –opinión que mantienen cualificados historiadores como Mircea Eliade– o si, por el contrario, constituyó una desnaturalización del legado de Jesús, como creen muchos otros. El hecho histórico documentado y establecido es que la Iglesia surgida en Nicea era una institución extraña a la tradición de los primeros cristianos, hasta el punto de que, al carecer de legislación propia en dicha tradición –algo imprescindible para formalizar un culto de masas–, la Iglesia debió recurrir al derecho romano como fuente de inspiración de su derecho canónico.

¿Murió entonces la primera «Iglesia» fundada por Jesús? Si leemos con atención los Evangelios canónicos es fácil detectar que la institución que fundó el Maestro fue de naturaleza espiritual. Su magisterio alude siempre a una relación humana: «Allí donde haya dos en mi nombre, yo estaré en medio de ellos».

Esta asociación es concebida como una expresión de amor entre iguales, con voluntad de servicio al prójimo. No necesita ninguna organización. Jesús no plantea otro requisito, aparte de esta comunión, para que dicha asociación sea su «iglesia verdadera», mientras permanezca fiel a ese propósito y a ese espíritu. Podría entenderse, incluso, que cada vez que se produce la situación que hemos descrito se hace realidad la misma refundación de «su iglesia>>, concebida como institución eterna que Dios mismo actualiza, irrumpiendo en la historia y revelando la verdad a quienes la buscan sinceramente.

Además, como puede verse en los Evangelios canónicos, Jesús previó el malentendido sobre este punto y salió a su paso, poniendo en guardia a sus discípulos contra cualquier pretensión doctrinaria o ideológica que, en el futuro, pudiera hacer un colectivo concreto sobre su figura y también contra la pretensión de crear una organización jerárquica y centralista, puesto que insiste en que «los últimos serán los primeros» y en que «el menor será llamado mayor en el Reino» (Lc., 9, 46). Finalmente, no es fácil hallar un Maestro que realizara un juicio más severo sobre quienes se proclamarían sus legítimos seguidores. Los define como «lobos vestidos de corderos» y también asegura que serán rechazados: «Nunca os conocí, fabricantes de maldades» (Mt., 7, 21–23). Como culminación, no sólo afirma que muchos de aquellos que predican, bautizan, curan y exorcizan en su nombre, no entrarán en «el Reino de los Cielos», sino que remata su discurso distinguiendo como invitados personales suyos al banquete de la vida eterna, y como sus amigos, a gentes que ni siquiera saben quién es él.

¿Cuál es el signo que distingue a estos «no cristianos» como «los suyos»? Sólo el Amor y el Servicio al prójimo, puesto que así lo sostiene Jesús en términos inequívocos, identificándose con el pobre, el desnudo, el hambriento, el extranjero, el enfermo y el humilde de espíritu, a quienes ellos auxiliaron: «Porque cuanto hicisteis por uno más pequeño, por mí lo hicisteis». En este marco, no sólo cabe la mayor pluralidad simultánea de «iglesias verdaderas» –en tanto asociaciones humanas que asumen el significado original de «comunidad de fieles», al margen de la doctrina que sustenten–, sino que se sitúa el magisterio de Jesús en el dominio espiritual que le corresponde, sin asociarlo a instituciones humanas ni a aparatos mundanos de poder.

Al fin y al cabo, no dijo otra cosa Esteban, el primer mártir cristiano, cuando afirmó ante los sacerdotes del Templo: «Dios no habita en ninguna clase de edificios creados por los hombres». Desde entonces, infinidad de místicos dieron el mismo testimonio y, siguiendo su ejemplo y el del propio Jesús, lo sellaron con su sangre, muchas veces derramada por quienes se proclamaban como los únicos representantes autorizados para actuar en nombre de Jesús.

Prof. J. Olguín
(Transcripción: Rod SG)

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